miércoles, 22 de julio de 2009

Bestias increíbles

En el solar del antiguo cuartel de Campolongo, en Pontevedra, han erigido unos mamotretos descomunales. Son para echar a correr. Nefastos. Espantosos, verdaderos prodigios de la aberración arquitectónica y del peor gusto del mundo.

No es fácil describir las emociones que se arremolinan en mi garganta. Debo apartar los ojos cuanto antes si no quiero morir envenenado. Menos mal que nadie puede ver la batalla de los músculos en mi cara, el asco apoderándose de la sonrisa y la sonrisa intentando contener la repulsión. No es para menos. No ha habido peor manera, o mejor, según los autores del desastre, de sobreexplotar el terreno.

Hasta hace poco un muro separaba la vida militar de la civil. Recuerdo, de niño, ese muro en casi todos mis juegos. Recorríamos su perímetro hacia una fuente de agua cristalina, hoy contaminada. Recuerdo las parietarias, ortigas y celidonias que allí crecían. Cómo cambian las cosas. A veces nuestra pelota volaba sobre la frontera y caía en el lado militar. Nos imponía respeto penetrar en ese recinto castrense, aunque el centinela que nos acompañaba aún era un crío -pero un soldado. Aprovechábamos para cambiar de perspectiva: nuestra casa vista desde el cuartel, la cara interna del muro; o la piara de cerdos que entonces se criaban allí para el consumo de la tropa -justo donde caía el balón- y que habíamos visto desde la ventana. Sí, cómo cambian las cosas. Faltaba la visita del rey Midas. Aquellos metros cuadrados porcinos hoy son de oro. La oportunidad de llenar creativamente la parcela que ha dejado el ejército en su partida debió contar con mejores inteligencias. O, quizá, con menos especuladores.

Detallemos cómo ha quedado definitivamente repartido el gran solar de Campolongo.

Instalaciones deportivas y de recreo para los militares. Se han ido del campo de batalla pero se quedan con el mejor pedazo de sol, tenis y piscina. Tú no puedes pasar si no eres de los suyos. Sin comentarios.

La urbanización. La pomposa Residencial Campolongo es un enjambre de edificios mediocres y adocenados que, junto con la rotonda que le da acceso, ha destruido sin clemencia la Plaza de Paco Leis. No hay más que hablar.

La zona verde. Pudo ser un gran parque, bonito y útil, al borde de la avenida. Pudo ser un orgullo para los vecinos y para la ciudad. Sobraba espacio, por una vez, aunque, como siempre, faltaban pensadores lúcidos. En vez de parque hay una moqueta. Una enorme alfombra herbácea, como musgo de belén navideño, surcada por un caminito estrecho y sinuoso. Una serpentina en la moqueta, un par de ensanchamientos en la serpentina y siete bancos contados: cuatro en un ensanche y tres en otro (falta uno, explíquenlo). He aquí un monumento al desperdicio, a la inutilidad y a la cursilería. Ni para pasear es bueno: te pitan los de atrás o tropiezas con los que vienen de frente. Sólo como atajo hacia el área de oficinas cumple el senderucho un miserable papel.

Y por fin, los mamotretos. Limitan con las piscinas, las colmenas y la alfombra por tres de sus lados. Y caen, por el otro, sobre la calle Alfonso X (que no es calle, sino el camino de tierra que siempre fue pero ahora pavimentado) cerrándola y estrangulándola. En el centro de este nuevo barrio especulativo, inconcebible, pedante, ridícula y amenazadora se levanta una nueva catedral: la del feísmo. La del horror, debería decir. Pontevedra está de enhorabuena. Encargado por la Xunta de Galicia para acumular y reconcentrar sus servicios, ese monstruo desorbitante, faraónico y cutre, recubierto de plástico gris, representa la fealdad glorificada y ascendida a los cielos: los dos edificios capitales, gemelos como ciertas torres, son altos como la luna; pero más feos que un calamar gigante o un topo de nariz estrellada.

Feos, siniestros, sosos. El conjunto es de una simpleza extraordinaria: media docena de paralelepípedos y ya está. Dos de pie (llamémosles las torres colegas) y el resto tumbados. De verdad que no hay nada más, cajones rectangulares, eso es todo. Enormes cajones grises de líneas rectas y esquinas puntiagudas, ángulos de noventa grados y ventanas lisas que no se abren. Y una profusión de hocicos para expulsar los aires fecales del interior y retumbar ruidosamente en el espacio: prefiero decirlo así, tal y cómo sucede, que recurrir a términos melindrosos y suavizar con eufemismos la cruda realidad, como sería “rejillas del aire acondicionado”, por ejemplo.

La lúgubre espectacularidad de las torres colegas y paralelepípedos adyacentes podría impresionar a algunos, por qué no. Estos respetables ciudadanos acariciarán la epidermis plástica y gris de los edificios con ojos benévolos, mientras se congratulan por encontrarse -albricias- en presencia de la modernidad. Cuestión de gustos o de disgustos. Pero el tema primordial es otro. No el horror estético, no la forma avasalladora en que se han incrustado esas moles en un espacio insuficiente, no la destrucción sibilina del entorno. Que es una lástima, también. ¿Recordáis Fernández Ladreda bordeada de castaños? Hoy está pelada al cero, desolada, al menos en el tramo principal, frente a lo mamotretos. ¿Y la plaza de Paco Leis? De ella sólo queda el nombre, si es que queda. La plazoleta campestre yace bajo una rotonda absurda y desproporcionada. Y aun con tales provocaciones tal vez mi disgusto no hubiese subido de temperatura obligándome a escribir. El tema principal se llama, y esto es grave, contaminación acústica. Los edificios de la Xunta hacen ruido. Ello justifica estas letras y todas las que hagan falta.

El gigantesco sistema de aire necesario para ventilar o caldear al monstruo de ventanas selladas no deja nunca de rugir. Extractores, ventiladores, climatizadores, motores, en suma. ¿Podéis creer que funcionan las veinticuatro horas del día, sin interrupción? Todos los días, sí. Incluso festivos, es sorprendente. Y tanto para la pléyade de funcionarios como para los fantasmas de la cabaña porcina sacrificada en pro del ejército español. El trueno exhalado por multitud de tubos apestosos se transmite por el aire como un vendaval y por la tierra como un zumbido. En los planes de los ideólogos no entraba aislar el ruido aéreo ni las vibraciones; existe la tecnología para ello, pero todavía predomina la incultura y el egoísmo: la indiferencia, en el mejor de los casos.

“Bestias increíbles”: con ese título, un canal temático de la televisión narra las peripecias del calamar gigante y el topo de nariz estrellada. Caníbales unos, voraces los otros, por nombrar sólo dos de sus cualidades. Trasladados de la ingeniería a la fauna, depredadores del humor y de la salud, los engendros erigidos en Campolongo no merecen otro tratamiento ni otro título para el episodio de sus andanzas. Bestias increíbles, ¿qué otro mejor?

Como increíble es lo que sucede en la salida del aparcamiento subterráneo (quizá el órgano excretor más activo de la bestia): raro es el minuto del día o de la noche en que reine un mínimo de paz. En ese punto, a todas horas, siempre hay marejada. Yo lo sé, cruzo a menudo por ahí. Los respiraderos del enorme parking excavado bajo la bestia se desgañitan. Silban, zumban, crujen, atruenan, vibran, pitan, soplan su aire pestilente regurgitado de la digestión. ¿Cómo es posible? Ya no me pregunto cómo los constructores -y responsables de aislar tanta escandalera vertida hacia los transeúntes- no lo han previsto. Lo sabían y han preferido parir una bestia increíble. Yo tengo una teoría: las sonoras ventosidades de la bestia cumplen la función de marcar su territorio, como animal que es. Mientras percibes las vibraciones -desde las ensordecedoras a las más tenues- sabes que la bestia está a un paso. Estos son sus dominios. La oyes resoplar, gruñir. El ruido te absorbe y se adueña de tu pensamiento: o te adaptas o te vuelves loco. O también puedes rebelarte.

La Administración te pide que ahorres. Y ella despilfarra a manos llenas. Si no apago una bombilla innecesaria soy un irresponsable (y sí, lo sería), pero la Administración tiene licencia para derrochar. ¿O acaso abastecer de aire climatizado a una mole de tal envergadura sale gratis? Recordemos que el tremebundo ingenio de ventilación funciona tanto para los empleados como para las arañas nocturnas y domingueras. Y eso todos los días, a lo que hay que sumar ciertas luces que nunca se apagan (tema que dejo esbozado para su posible desarrollo futuro).

Un día aciago, hace casi doce meses, un bedel accionó un interruptor: desde entonces hay un zumbido constante vibrando en el subsuelo como las alas de un abejorro. Se ha abierto camino entre estructuras y tabiques, cosa que la acústica explica muy bien, y se ha colado, al menos, en la casa desde la que escribo esta crónica. En todas las habitaciones se percibe un hormigueo, una tensión. Durante el día te salva el ruido blanco, la actividad, la tele, la cafetera. Pero en la noche, sin amortiguadores ni filtros, no hay escape. Da igual dónde te metas: el ronroneo forma parte de la atmósfera y lo impregna todo, incluso lo sientes bajo tus uñas, recorriendo tu esqueleto de norte a sur, clavándose en tus sienes. Como si un contrabajista atrapado dentro de la almohada estuviese pulsando la misma fatídica nota para la eternidad: y así parece ser mientras este grito mío de ahora, y otros que vendrán, no supere en decibelios a los ronquidos guturales de las bestias increíbles.

1 comentario:

  1. Hace dos semanas estrené el parkig, para hacer una gestión en la xunta, es un caos, sí, y como ocurre casi siempre en estos sitios me hacen volver, así que tendré que visitar pronto esos edificios y ese parkig.
    Por supuesto que no me gusta la estética, y esa sensación de desamparo que se respira en sitios así.

    Un abrazo grande Roberto.

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