jueves, 17 de septiembre de 2009

De lacras y otras fealdades

Hay un nuevo trabajo para grafólogos en el ayuntamiento de Alicante: analista de graffitis. Los peritos estudiarán las pintadas y firmas, las relacionarán entre sí, las clasificarán, y así los autores que exponen en las paredes de Alicante tendrán un reconocimiento. Se sabrá que tal artista decoró tantas paredes, tantas señales de tráfico y la puerta de un garaje; y tal otro estas empalizadas o aquellas paradas de bus. Y aunque no le paguen, al menos su nombre resonará en las altas esferas de la crítica caligráfica.

Lo malo es si te pillan con las manos en la masa. Los grafólogos saben que tu letra es la misma al lado de este portal que en el respaldo del banco del parque. Y al final harán cuentas: tantas pintadas, a tanto la pintada, son… Y no para pagarte, escritor de graffiti: si tu nombre circula en las altas esferas y te sorprenden en pleno trabajo prepárate para la multa. Creo que es de órdago.

Al seguir la pista de los graffiteros por el mobiliario urbano el ayuntamiento pretende acabar con esa "lacra que afea la ciudad". La del mobiliario urbano no, la de los graffiteros. Pero quizá logren lo contrario. ¿A quién no le haría ilusión saber que su caligrafía está siendo analizada por grafólogos? Los escritores de graffiti de Nueva York pintaban los vagones de metro para que su obra se difundiese por todos los distritos. En Alicante es más fácil: el trabajo de propaganda te lo ahorra el ayuntamiento por medio de sus grafólogos contratados. Ellos seleccionan tu obra y la agrupan, allá donde se encuentre. Seguro que hasta confeccionan un inventario y un álbum de fotos. Con un comité de expertos estudiando y compilando tu obra tú, graffitero alicantino, ¿no te vas a arriesgar a la multa a cambio de la fama?

Yo lo haría. Después de todo la ciudad (hablo de todas) está echada a perder. La fealdad avanza ante la mirada imbécil de los ayuntamientos. El feísmo parecía superado, perteneciente a otra época, pero no es así. Las mejoras en un punto se contrarrestan con estropicios en otro y el saldo siempre favorece a la fealdad. Es matemático. O es rentable.

Las aberraciones arquitectónicas perpetradas en las ciudades han constituido el mayor pecado municipal; lo malo es que sigue ocurriendo. Sin duda es una cuestión matemática, de regla de tres. La fealdad inmobiliaria siempre ha sido una mina y los tiempos de hoy no son muy distintos. Me sobran los ejemplos: instálenme en cualquier punto de una ciudad cualquiera y un simple recorrido de mi mirada -sin yo moverme- descubrirá los esperpentos (contando horrendas marquesinas, manojos de cables, tubos, uralitas y demás ornatos adosados a las fachadas ante el "despiste" municipal). Cuando oigo decir que tal casco histórico está bien conservado yo entiendo “salvado de milagro”; y siempre hasta cierto punto. Fuera de esos angostos recintos (y aun en su interior) la fealdad sin ley campa por sus respetos sin respetar a nadie. Por eso no me invade la histeria cuando un chaval armado con un spray estampa su firma sobre un adefesio arquitectónico: eso es lo que jamás debió concebirse y mucho menos ejecutarse.

Me parece un sarcasmo perseguir a los graffiteros bajo la asesoría pericial del equipo de grafólogos cuando otras lacras de mayor nivel antiestético pasan inadvertidas. Cuesta creer que alguna de ellas logre existir con naturalidad. Y ahí las tienes. Sobre todo una, la madre de todas las lacras. La mayor bazofia visual de la vida moderna. Híbrido de nevera, campana extractora y secador de pelo, los aparatos de aire acondicionado se han puesto de moda. Esos espeluznantes cajones sí que crecen sin control por todas las fachadas. Se reproducen a lo ancho y a lo alto sin que un criterio racional les ponga freno. Hay edificios -incluso históricos- que yacen ocultos bajo un mar de estas aterradoras garitas y nadie en el ayuntamiento habla de lacras ni contrata a peritos para acabar con tanta fealdad insultante.

Es desproporcionado. Tanta preocupación por las pintadas no se corresponde con la indiferencia hacia los aparatos de aire. Y las primeras son indiscutiblemente menos ofensivas que los segundos. No se puede comparar una línea, ni siquiera un borrón, con un abultamiento tumoral en la pared de la casa. No es lo mismo un dibujo, que ni huele ni grita, que un cajón pestilente y escandaloso. Y a pesar de la corpulencia de los ingenios estos del demonio, trepan como gatos por las fachadas de los edificios mientras que los graffitis no suben del entresuelo. Sí, hay diferencia. Las dos dimensiones de la pintada desaparecen bajo una mano de pintura o las arrastra un estropajo vigoroso. En el fondo son inofensivas; no así los cajones, verdaderas lacras insalubres: cambian la fisonomía de los edificios y, a corto plazo, la de la ciudad. Sudan, chillan y transmiten su epilepsia a los tabiques. ¿Y nadie dice nada?

No voy contra el progreso, que conste; tampoco a favor de las pinturas rupestres callejeras. Ni al revés: todo ello según y cómo. Pero os digo que prefiero ser usuario de una pared manchada que de una pared esculpida. Y me ha tocado esto último. A una cuarta de mi ventana hay un mastodonte “climatizador” que pertenece al bar de abajo. Nunca deja de funcionar, hasta pernocta conmigo. Está tan cerca que si me asomo para contemplar la fealdad circundante podría apoyar mi copa en el aparato; y a la vez, cual grafólogo ante un graffiti, deleitarme con otras visiones futuristas: cableados, casilleros, cajas, cajetines y cajones, armatostes de neón y otras hierbas. Pero no hay pintadas, ni una sola, entre la basura visual que he citado. Ni una. Esto es Pontevedra, aquí los grafólogos se van al paro.

Corro a refugiarme bajo unos auriculares para escapar de las trepidaciones impunes del adefesio. Antes de retirarme de la ventana busco la “firma” del autor. Sanyo. ¿Sanyo? Oh. Si es la que fabricó mi primer radiocasete. ¿He leído bien? Sí, muy bien. No puedo creerlo. Fin del romance. Aquella marca líder de la electrónica, ¡qué decepción! Mis recuerdos se desploman estrepitosamente, y nunca mejor dicho.

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